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Una semana. Textos y narraciones. Albacete, 23 de noviembre de 2025; Miguel Ventayol Comparte si es de tu gusto.

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Introducción innecesaria Esta noche he soñado que se rompían los dos pares de gafas que tengo y me molestaba muchísimo. Luego, en el mismo sueño, pensaba que, a fin de cuentas, compro las gafas en esas tiendas de baratillo que han surgido por la ciudad, por todas las ciudades: baratillo de ropa, alimentación -esto es un decir, claro-, decoración, y gafas, por supuesto. Puede que no necesites nada, pero si está barato, te lo llevas. Algo hará y, por supuesto, calmará esa incomprensible parte de ti que necesita desprenderse de la calderilla. Por la mañana me crucé con Juan y llegué a casa con las pilas cargadas por varias razones que no ha lugar. Una persona que, como Alberto, te animan, sin amenazas, a escribir más y mejor. Escribir más es relativamente sencillo, vas juntando letras y ya está. Escribir mejor es arduo. Puede venir, puede no aparecer. Como ser mejor persona: puedes salir a la calle el día de la bondad, justo hace diez días, el día 13, con la certera intención de sonreír. Si no sonreír, hacer cosas buenas por los demás, si no hacer cosas buenas por los demás, no cabrearte mucho, si no cabrearte mucho, no insultar a nadie. En el ascensor alguien ha dejado su rebufo personal -dejo a tu imaginación el aroma característico y de dónde procede-, en la calle un coche pasa a toda velocidad asustando a una persona mayor mientras piensas: “¿A cuántas personas atropellan en Albacete al año?”; sigues caminando y… Alberto y Juan animan a escribir más y mejor. Sin amenazas. Como introducción esta excusa para regalar a mis amigos un fancine de anecdotarios de una semana cualquiera en esta ciudad de provincias que adoramos. Si hace frío, porque hace frío; si hace calor, porque el calor es insoportable; si es Feria, porque nos sube el colesterol. Feliz semana, aunque no estemos en la semana de la Bondad.

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Anécdotas 1 Publicar no cuesta tanto, seamos sinceros. Una de las cosas de las que más se quejan algunos escritores y guionistas profesionales es que en el siglo XXI se publica demasiado, quizás tengan razón; o quizás vean cómo su trabajo profesional puede diluirse entre la locura que es Internet y un montón de aspirantes y amateurs haciendo como que escriben. Hace unos años un conocido me dijo que yo no era escritor porque no había publicado, pero yo llevaba desde los veinte años - empecé a leer de manera compulsiva a los 19, poco después de abandonar el periodo de insufribles lecturas obligatorias del instituto- leyendo a escritores y autores, quienes afirmaban que la publicación era casi lo de menos, lo importante era escribir, escribir y escribir. Todos los días. No es sencillo. Si no tienes objetivos, más complicado todavía. Aunque hay personas que no necesitan alicientes para hacer nada de nada. Cuando publiqué mi primer libro de poesía, un amiguete me dijo separándonos del grupo: “Cómo era capaz de publicar cosas tan personales como estas, tío”. No sé, pensé. No sé, le contesté. Tampoco pensé mucho al respecto, pero me reconocí a mí mismo que fue uno de los motivos por los que no me animé a enseñar -más allá de un círculo limitado de personas- las cosas que escribía. Ahora estoy leyendo un libro de David Sedaris, a quien no conocía, a quien me encanta haber descubierto. Los descubrimientos en el arte me emocionan, me abren mundos completos. Me resulta curioso un comentario que suelen hacer los adolescentes, mis hijos sin ir más lejos, cuando comentamos noticias y cosas que hemos visto en Internet: “Puf, eso es de hace cuatro días”, “Venga ya. Eso es tan 2021”. Me recuerda de nuevo que publicar palabras, imágenes, vídeos, libros, historias, cortometrajes, es sencillísimo. Vivir de ello no tanto. Ni siquiera esos artistas a quienes he mencionado antes lo tienen fácil.

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La competencia es terrible; aunque la calidad sea cada vez más limitada, la capacidad de concentración se reduce y engatusar a alguien para que te lea, mágico. Escribir sobre cuestiones personales no es sencillo, pero tiene su punto psicológico, el recurso de la mentira piadosa y la invención decorativa. No nos engañemos, a cualquiera de nosotros nos encanta contar y escuchar anécdotas de los demás. Algunas anécdotas alcanzan a tres personas, otras pueden llegar a cien, mil, un millón. Si eres famoso. Si eres famoso, te digo como le dije a Sergio: “No sé, tío; no lo sé”.

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Necesito un payaso Me mandó un mensaje Lola para preguntarme si conocía a algún payaso. Me dio por reír porque conozco muchísimos si incluimos a los que aparecen de manera continuada en las noticias, justo antes del fútbol. Centenares. A veces pienso que deberíamos utilizar la inteligencia artificial para que, cuando algunos personajes de este tipo aparecen en TV, surgiera de manera automática un payaso al lado danzando de manera absurda. Para darle contexto. Hacer el payaso, o serlo, -de verdad quiero decir-, es una cosa interesantísima, y seria. Entiendo, por otra parte, que mucha gente odia el aspecto de los payasos, son problemas psicológicos heredados de una cultura errática en lo cultural. Después de reír un buen rato, le dije a Lola que no, no conocía a ningún payaso; ni recordaba haber coincidido con ningún payaso siendo más chaval. Otra de las cosas que me cabrea es echar la vista atrás: ¿Conoces a alguien que se dedique a ser monitor de actividades juveniles? Sí, claro, conozco a un tío. Busco su teléfono, lo encuentro, repaso mentalmente: ese tío es ahora profesor de secundaria a cinco años de jubilarse…Me cabrea echar la vista atrás porque mi mente no reconoce los espacios temporales con la normalidad con que lo hacen mis rodillas, mi espalda o mi próstata. En definitiva, conocía a un payaso; un amigo que lo fue porque invertimos muchas horas intentando ayudar a yonkis -personas con problemas con toxicomanías-. En la actualidad no es payaso por una cuestión económica, aunque trabajar en el tercer sector en España es pasar penurias salariales. A él le encantaba hacer de payaso los fines de semana: cumpleaños, comuniones, actividades infantiles. Pensé: ¡qué tonto! Conozco a un payaso. Voy a decírselo a Lola ahora mismo. Enseguida recordé cómo mi amigo se había convertido en buen padre de familia -nada incompatible con la actividad payasil-

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, se ganaba la vida conduciendo una furgoneta en esta ciudad más temible que el París/Dakar, donde la conducción vira entre lo temerario y lo psicótico…Y eso que estamos limitados a 30. ¡No vale reírse! Solo vale reírse cuando yo lo sugiera, por favor; eso me lo enseñó mi amigo el que fue payaso y, como tantas y tantas actividades adolescentes, apasionadas y sentidas de corazón, dejan de hacerse cuando…cuando…venga va, cuando te haces mayor y necesitas que llegue dinero todos los meses de manera continuada y que nadie te diga por la calle: ¡Eres un payaso! Mientras escribo recuerdo mi nariz roja redonda cogiendo polvo en una cajita en el armario. Tiene una rajita donde colocar la nariz. Cuando me la ponía delante de mis hijos, la voz se volvía aguda, aflautada, mis brazos se movían de un lado a otro a lo loco de manera absurda; daba saltitos para hacerlos reír. A ver cómo se lo explico a Lola sin que se carcajee de mí.

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Bibliotecas 1 No soy un fanático de las bibliotecas, aunque entiendo su encanto. Cuando empecé a visitarla solo era para estudiar, y encontrarme chicas de otros institutos que no conocía. Incapaz de ligar con las de mi propio instituto, me hacía suponer que sería más sencillo con desconocidas en un ámbito donde prima el silencio y el café barato de máquina. La biblioteca anima e incita a estas cosas imaginativas. Uno de los últimos libros que he sacado contiene muchos artículos con ideas interesantes. Está sobado, prueba de que lo ha leído, o lo han tomado prestado, bastantes personas. Digamos diez, yo soy el décimo primero y undécimo (depende de los libros que hayas leído usarás uno u otro término). Una de esas personas ha subrayado varios pasajes del libro, ideas al azar; ni siquiera las mejores ni las más significativas. Supongo que para esa persona lo serían. No me molesta que la gente subraye libros, ni que los estropee, para eso están las bibliotecas, para que podamos todos usar, sobar, manipular, escribir y destrozar los libros. ¡Para eso pago mis impuestos! No me parece disparatado, cada cual dé el uso que considere a un bien público como es libro en biblioteca. Bastante agradecido estoy yo ya de poder sacar cerca de 3 libros y/o tebeos al mes, 3 ejemplares multiplicados por doce meses, 36 ejemplares. A veinte euros por libro, de media, me estoy ahorrando 720 euros al año. ¡Para eso pago mis impuestos! Es una cuenta aleatoria, algunos de los libros que saco cuestan más, otros cuestan menos; los tebeos como norma siempre son más caros y en vacaciones saco más de tres al mes. Setecientos euros que quiero sobar, usar, destrozar a mi antojo porque la lectura es un acto apasionado. He leído el libro con paciencia, no he subrayado nada, he eliminado con una goma de borrar algunos de los textos subrayados y

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he limpiado los restos, las pelotillas, me entiendes, porque cada persona es de una manera y entiende las cosas de formas diferentes. No soy un fanático de las bibliotecas, en la mayoría de las ocasiones entro a toda velocidad, me encamino a la estantería de las recomendaciones y elijo. Cuando tengo más tiempo, repaso las novedades en tebeos, que suelen ser menos que las de libros…normales.. Un tebeo por semana no es mala racha. (Lo de normales, otro día). Esta semana debo acercarme de nuevo a devolver dos de los tres ejemplares que tengo. No he agotado el plazo, pero imagino que alguien querrá leerlos, al menos alguien podrá leerlos. Si no es así, al menos yo podré coger alguno más y alterar mi media. Porque no hay nada que sea más agradable que alterar las medias de lo considerado normal y razonable.

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Hojas Es tan sencillo dejarse llevar por los disparates del tipo del pelo dorito, o de la chica a quien todo Madrid adora y media España critica, que mejor centrarse en la hipnótica imagen de una chica de dieciséis años y su madre en el paseo de San José. La niña se agacha, toma con delicadeza varias hojas del suelo y le dice a su madre: ahora. La madre se acuclilla; empieza a disparar fotografías. Es otoño en Albacete. Imagino que en otras partes del universo es otoño y caen las hojas. Aquí caen a lo bruto. En algunos locales de venta de telefonía se afanan a primera hora de la mañana en eliminar las hojas que la noche anterior abandonó en su acera; conscientes de que, en pocos minutos, el suelo estará repleto de nuevo. La niña se acerca al teléfono de su madre, revisa las fotografías y dice con voz amable pero insatisfecha que necesita alguna más. La madre se acuclilla de nuevo. Hay hojas para parar un tren, o para esconder los restos de una paloma muerta, sin ir más lejos. En pleno centro de Albacete. Es una ciudad donde decimos que no hay historia, decimos que solo hay dos estaciones: verano e invierno. Las hojas se caen, empieza a soplar el viento cada dos o tres esquinas y puedes aparecer en una entrevista de trabajo con el flequillo revuelto, dos hojas mojadas en la solapa de la chaqueta y otras dos más pegadas en la suela de los zapatos; esos que solo usas para las bodas, las comuniones y las entrevistas de trabajo. Hablar de cosas importantes y relevantes es fundamental, llenar el silencio mediático también. Esta semana me he enterado de que algún lumbreras ha decidido eliminar Culturas 2 de la tele. Lo emitían por la tarde, a una hora razonable. Lo trasladaron a la mañana,

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crónica de una muerte anunciada, ni la posibilidad de verlo grabado lo han salvado. La excusa, imagino, la falta de personas que lo seguíamos. La realidad: carencia absoluta de criterio cultural y social de quien decide las programaciones. Alterar las medias tiene sentido. ¿Quieres un hueco para la cultura? Vende millones de discos y sé un referente internacional en la música. Te entrevistará en el Museo del Prado Carlos del Amor…Aunque hayas aparecido en todos los medios del mundo, li-te-ral-men-te. Si eres de los otros, de los que apenas cuentan anécdotas a tres o diez personas, puedes aparecer en la suela del zapato de algún albaceteño en otoño. O podrás salir volando y terminar en una bolsa de plástico negro cuando el dependiente de la tienda de teléfonos móviles te barra sin miramientos. Una chica de dieciséis años tiene la capacidad de agacharse, tomar varias hojas de diferentes y apasionadas tonalidades, obligar a su madre a agacharse y reparar por unos instantes en la caída de las hojas de los árboles en otoño. En Albacete, imagino que en otros sitios también es otoño, caen las hojas y la gente se emboba mirándolas.

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Lunes por la mañana El camión del Ayuntamiento se afana por limpiar las papeleras y algunos bancos que hay repartidos por las esquinas. No frenan el tráfico; al tráfico le falta media hora para ponerse a funcionar a toda velocidad por las calles sin visibilidad. La mayoría de las personas odian los lunes por la mañana La mayoría de las personas es consciente de que, si no fuera por los lunes por la mañana, no habría fines de semana locos. Ni teléfonos móviles de quinientos euros. “Estoy agotado, como si fuera lunes por la mañana”, me dirán mis compañeras de trabajo. Tenemos tanto jaleo en casa que ir a trabajar supone cierto alivio; relativo, por supuesto, indudable. Se va el camión que limpia las papeleras. Apenas ha tardado diez minutos. ¿Cuántas papeleras habrá en la ciudad? Me importa poco, solo estoy entrenando los dedos porque es lunes por la mañana, el té me ha salido perfecto, le he preparado café -al estilo Tik Tok- a mi santa, y espero que amanezca de verdad, porque en un edificio de la ciudad no amanece hasta cuarenta o cincuenta minutos después de que lo que indique la Agencia Estatal de Meteorología, que la culpa no es suya, no, es que los edificios tapan los escasos rayos de sol otoñales. No vayamos a confundirnos, terminar en juicio... Lunes de otoño. Suena Na, na na, en la radio. Radio 3. Cuando me obsesiono por programas de radio o música de grupos, soy pesadísimo. Ahora me ha dado por Altagama y Na, na, na. Supongo

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que es la selección musical unida al calmoso tono de voz de las periodistas que los presentan. Este fin de semana he podido ver cuatro ratitos de baloncesto, el Joventut, el Madrid y el Barcelona, que jugaban contra Canarias, Bilbao y Baskonia. Joventut es mi equipo, si tuviera que elegir un equipo, Baskonia me gusta mucho; los grandes me aburren. Solo tienen que recurrir a sus estrellas para subir el ritmo del partido. Si las piezas funcionan, los partidos concluyen. Eso me aburre. Joventut o Baskonia juegan irregular, como corresponde a cualquier persona, aunque sean jugadores profesionales. A veces como los ángeles, a veces con errores infantiles producto del cansancio o los nervios. Ese es mi estilo, el que prefiero. La perfección es un mito al que aspira mucha gente, complicadísima de conseguir: “Hazlo bien, deberías hacerlo mejor”. Estas mismas personas suelen limitar la petición a determinadas cuestiones, casi siempre ajenas. La perfección me aburre, a nivel estético y espiritual. Alterar la media tiene su erótica.

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Martes, pensando en los vinos del fin de semana Siendo martes debería hacer la lista de la compra para que alguna amable persona dedicara unos minutos de su viaje interior al mercadillo de la feria para traerme la fruta barata que necesito cada semana, y así ahorrarme unos cuantos euros que poder invertir en vino el fin de semana. Cada uno tiene sus prioridades; las mías están claras, aunque no con un orden definido. Si me paro a analizarlo es posible que deje de comer fruta, como me está sucediendo con algunos productos: el atún o los huevos sin ir más lejos. Es sencillo, si sube el precio de manera inesperada e injustificada -vale, cualquier persona justifica hasta lo injustificable; piensa en los estadounidenses y la pena de muerte. No seré yo quien discuta con un testarudo-, dejas de adquirir esos productos. Buscas alternativas. Imagina que en tu bar de referencia suben el café veinte o treinta céntimos -ah, ¿que ya ha pasado?-, por razones más que justificadas, muchas de ellas relacionadas con el abominable presidente del gobierno. Dejas de ir y buscas alternativas. Te metes en Instagram y buscas alternativas al huevo, alternativas al atún. Cientos de amables personas, muchas de ellas sanas, sanísimas, cocineros de estrella Michelín, o un chaval tan guapo que te gustaría tener veinte años de nuevo para pedirle una cita, te conducirán por un mundo nuevo de recetas, todas ellas novedosas hasta el paroxismo. Vamos, que te vuelves loco de alegría. Es martes, si me permites que te lo diga; el martes es un día promesa. ¿Acaso no es el día del gran luchador? ¿Acaso no es el día del planeta que los estadounidenses y los rusos quieren alcanzar para hacer suyo y poner una bandera que ondule -perdón, en el espacio no ondulan-?

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En mi otro barrio, hace unos años, en el otro edificio que vivía y que tenía las ventanas hacia la calle Arquitecto Vandelvira, se veía a primera hora de la mañana; quiero decir a primerísima hora, antes de las ocho; a decenas de personas, en su mayoría personas mayores, caminar con cierto brío físico hacia el mercadillo. Camino de la feria, aunque no sea la Feria como tal. Si alguna vez he escuchado a estas personas hablar tienen un criterio claro: evitan aglomeraciones y buscan sus productos sin los codazos propios de quien cada martes busca chollos y precios bajos. Además de calidad, por supuesto. Los codazos son innecesarios, pero demuestran un precio reducido. Si no hay codazos es posible que el puesto no merezca la pena. No hay nada como los codazos de personas con problemas de reumatismo, artritis o inmovilidad parcial. Me da rabia reconocerlo, pero solo he podido ir a los invasores, al mercadillo de los martes, durante un periodo de mi vida en que estuve en paro, los fatídicos y ominosos años 2008/10. Éramos muchos quienes íbamos a elegir fruta en un montón, elegir los puestos de verdura más baratos y de más calidad, a elegir a la persona mayor con menos movilidad en los brazos, la que no puede darte codazos para que no ocupes su espacio. Pero aquellos bonitos años de desempleo pasaron con fugacidad, fiiuu, mientras el precio de la comida -en general- ascendía por razones tan lógicas como que la vida sube, o todo está más caro, y tenemos un abominable presidente. Lo entiendo a la perfección, por supuesto. Hay argumentos irrebatibles. Como que alguien se está enriqueciendo y no soy yo, ni las personas que madrugan para ir al mercadillo. ¿He dicho que es martes? Si no lo hubieras dicho y vives en Albacete, lo sabrías por motivos claros. Eso me recuerda a algunas personas con capacidad laboral para escapar entre la hora del fichaje y la hora del desayuno para comprar. Hay trabajadores y trabajadoras con suerte, de esos que se escapan y se ven protegidos por su convenio

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laboral, o solo por una caradura tremenda. Vale, me da envidia: esa sensación de ir a trabajar para poder escaparte a hacer otra cosa que no sea trabajar. Haber estudiado. Supongo. Siendo martes debería hacer una lista de la compra para lanzarla al viento, con mi dirección escrita y veinte euros pegados con celo. Alguien lo recogería a primera hora de la mañana, se encargaría de elegir y escoger por mí tomates, calabacines, berenjenas, manzanas amarillas -no rojas, por favor-, y mandarinas. Luego se acercaría con gracia, elegancia y educación a mi casa, lo dejaría en el portal, con las vueltas de la compra, porque no nos engañemos: si compras en el mercadillo esas cuatro cosas, no te gastas veinte euros. Cuando yo llegase a mediodía comprobaría las vueltas, sin sisa, - un billete y varias monedas- y pensaría: este fin de semana me puedo tomar cuatro vinos con lo que me he ahorrado.

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Biblioteca en jueves Volviendo al día de la semana que nos ocupa, el jueves es uno de esos días que, si cursas tu etapa de estudiante mayor de dieciocho años, endulza tus oídos. Si eres mayor de dieciocho años y no haces nada, o has empezado a trabajar, irás con resaca al trabajo o dormirás hasta tarde con una excusa razonable, al menos. El jueves. Acabo de concluir un libro de Alan Bennet sobre una reina lectora, otro endulzamiento de la ya fallecida reina madre de Inglaterra. Bien redactado, con humor inglés característico, en sus poco más de cien páginas te arranca sonrisas y varias carcajadas redentoras. Final divertido y, casi, sorpresivo; pero el final es lo de menos. Sería como empezar el lunes a la espera del sábado o el domingo; o donde quiera que pongas tus límites. El fin de semana es una manera cruel de denominar el básico sistema de medición diario, mensual y anual impuesto. El libro es lo de menos, lo veías venir. Los libros son excusas que utilizamos muchas personas para saltar de domingo a viernes con la facilidad de los cambios de página. Yo salté de los veinte a los treinta sin darme cuenta de la cantidad de actos penosos -evito dolorosos y vergonzosos con intención- recibidos y provocados. El libro es lo de menos, salvo un detalle: uno de los lectores, porque fue uno solo a juzgar por el trazado del lapicero, se dedicó a corregir -para los demás, no para él mismo, por más inquietud mental que le provoquen las erratas y supuestos leísmos-, y subrayar pasajes completos, subrayados y paréntesis laterales, si el párrafo era demasiado largo. Si te lo estás preguntando no es el mismo del otro día. Dos subrayadores diferentes, sí. No critico, no suelo hacerlo, a quien usa y reúsa los libros, los manosea e imprime su toque personal. Ni siquiera critico, porque en una época a mí me dolía también, la corrección de erratas ajenas;

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porque entiendo que esa misma persona se autocritica mucho, se mira cada mañana al espejo, corrige su fachada, su pensamiento, su propio cuerpo, su manera de hablar y expresarse. Entiendo que las personas que corrigen a los demás, por norma y obligación, deberían corregirse previamente a sí mismos. No pretendo ser sarcástico. El libro de Bennet apenas tiene ciento treinta páginas y un diez por ciento están subrayadas; así no me pierdo en la lectura. Ni yo ni ninguno de los posibles lectores posteriores de esta obrita -por extensión, no por calidad reducida-. No quiero imaginarme a esta persona, aunque podría convertirlo en un personaje con facilidad. Sentado con un lapicero muy usado; ni siquiera con una libreta para anotar sus propios pensamientos y sensaciones al leer, a la caza de la errata, de la frase correcta, emotiva y motivadora. Esa persona se transformaría en personaje lector, como la reina de Allan Bennet, capaz de descubrir la literatura, los autores, la profunda capacidad de los libros para sumergirte, evadirte y perderte en universos ajenos, aunque próximos -si el libro está bien escrito-. Un personaje similar a otros tantos personajes que corrigen por la calle a desconocidos, sin vergüenza a la hora de recriminarles esta u otras actitudes vergonzantes, elevando con fiereza la mandíbula, carentes de errores propios. Quizás sí pretendía ser sarcástico, cuando, en realidad, ni me molesta que alguien corrija libros ajenos con un lapicero del dos, ni que subrayen esos mismos ejemplares, porque me dan pistas razonables y motivadoras, de lo que otras personas han sentido al leer, al profundizar en obras que, sin subrayado, solo serían un ejemplar más en las estanterías de la segunda planta de la Biblioteca Pública del Estado de Albacete.

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Viernes de dibujo Siendo viernes de otoño, uno bien podría hacer resumen de la semana, aunque la semana haya sido ventosa, se iniciara con temperaturas agradables y concluya con fresco invernal, o más bien otoñal. En la ciudad de las dos estaciones, en la ciudad sin Historia donde rellenamos los huecos con historias. Si tienes suerte, una de esas historias formará parte de la Historia; si tienes mala suerte, te estarán contando, a ti y a toda tu descendencia (si tienes suerte), historias de malvados, hijos de malvados, sobrinos de malvados y malvados vencedores de guerras cuyo vencedor se conocía de manera previa. Seamos optimistas, el viernes es el día del verano. Ups. No, no, no, vaya cabeza tengo. El viernes era el día de Venus, magnífico. O quizás es el día de descansar, de comenzar a pensar en las cosas que de verdad te importan en la vida, alejadas del trabajo y de las obligaciones, salvo que tu fin de semana sea de esos ajetreados de limpiar la casa, gastar dinero en supermercados que completen tu despensa y tu frigorífico de huevos, harina y frutas sobrevaloradas. Seamos optimistas un día a la semana, vamos. Seamos optimistas. El fresco de la calle, el viento cortante en algunas esquinas de las calles de esta ciudad sin historia, esconde decenas de historias fantásticas, sacude de las mentes las historias cutres, inventadas y vergonzantes. Las que animan a coger el teléfono, llamar a Teresa y, aunque al principio te diga “mal amigo” porque no la has llamado en cuatro meses y medio, contarle todas las cosas idiotas que te han sucedido este mes, porque resumir cuatro meses y medio de estupideces y tonterías requiere más que un café. “¿Y si nos echamos un par de vinos?” Quizás deberíamos. Así las historias se convertirían en Historia; la historia se acercaría de manera valiente a la fantástica mayúscula que diferencia Historia de historias.

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“Eres muy tonto”, me dijo mi sobrina el otro día. Mi sobrina la pequeña, a la que le ha dado por dibujar, hacerlo bien y darme envidia, como cuando dibujaba mi hermano Juan. Ayer pasamos a verla, porque era jueves, o porque me faltaban historias para completar la semana Le dije que había visto un concurso de dibujos en Albacete, la ciudad donde nunca pasa nada. Le enseñé el cartel, ni siquiera las bases, porque, por suerte para ella, está en la fase de no preocuparse por las bases de nada; y lo primero que hizo fue coger su bloc de dibujo y algunos colores de su estuche. “Ya tengo la idea”, me dijo. Yo, como un idiota adulto y descompensado, le dije que debía sopesar sus ideas, ver de qué trataba el concurso, comprobar que su idea se ajustaba a los requerimientos - no usé requerimientos para dirigirme a ella. Podría haberlo hecho, soy así de espabilado”. No me di cuenta: me estaba comportando como un adulto. Tendría que haberle dicho algo como: “Anda y haz veinte dibujos. Anda y haz lo que te dé la gana, lo que te salga de la imaginación”. Quizás debería haber hecho eso. Pero no, le dije que en Albacete debemos llevar cuidado con el viento que sopla, agazapado tras cada esquina, capaz de despeinarte, con el serio inconveniente que supone ir despeinado por esta ciudad sin Historia, donde cualquiera está deseando encontrar breves historias para completar los huecos desde el lunes hasta el viernes. Luego, con estos mimbres, amenizar sus fines de semana entre las compras del supermercado y la película del domingo por la noche. Espero que mi sobrina no me hiciera caso y, después de cenar calamares y champiñones, cogiera la libreta de dibujo e hiciera uno, dos, diez dibujos. Si no tienen que ver con las bases del concurso, mala suerte para los del concurso.

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Este fin de semana voy a ver a mis amigos, voy a ver a mi hijo que ha decidido estudiar fuera; fuera de mi/su ciudad, y voy a pasear por una ciudad bonita como es Valencia. Pasear es una actividad estimulante y energética para los ojos, en una etapa de mi vida donde las gafas se han convertido en mis aliadas para descubrir elementos entre las sombras. A veces las sombras vienen bien porque ciertas personas me pasan inadvertidas por las calles de esta ciudad de provincias. Algunas a quienes siempre saludé por cortesía y falsa educación, ahora las obvio con la bendita excusa de que tengo “una edad” y cada vez veo menos. “Ves lo que quieres, amigo”, me dijo Paco el otro día. “Vaya un pijo”, pensé. Ahora que tengo una edad, no como ayer que tenía otra edad, o mañana que tendré una tercera edad diferente. Perdón por el juego de palabras estúpido. Me crucé con un tipo, le voy a regalar unos renglones de protagonismo. Alguien a quien saludaba por educación cristiana a pesar de odiarlo. Decidí no saludarlo más. Lo hice, sin la excusa de las gafas, aunque también. Cuando lo tuve tan cerca como para sacudirle un sopapo -jamás lo haría; él seguro de que sí, porque es un matón de manual-, me di cuenta de que lo había obviado y me sentí bien. Pensé en las ventajas de caminar sin gafas por la calle, siempre que no haya agujeros inesperados, mierdas de malos dueños de mascotas, o una simple farola. Este fin de semana me voy a pasear, ejercicio energético, agradable y sencillo, por calles que he transitado, incluso paseado, en decenas de ocasiones, pero que no he conseguido memorizar, porque ni siquiera me lo he propuesto, porque no es una actividad que me preocupe en exceso. Memorizo calles por rutina, memorizo calles dejándome la suela sobre ellas. Ayer mismo, unos viejos conocidos me dijeron la calle donde vivían; en mi lugar de nacimiento, Villarrobledo. No conozco esa calle, ¿dónde es?, pregunté. Me lo dijeron. Se me puso cara de bobo, porque seguían viviendo en la antigua casa familiar,

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donde vivían cuando eran niños, donde vivía una buena amiga mía, a quien acompañé en más de tres ocasiones, a quien escribí cartas de una dirección memorizada. Me dio por reír porque no son solo las gafas las que te permiten entrar o salir de las tinieblas.

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Sábado mirando la puerta del garaje Hay problemas serios y problemas gravísimos, como que la plataforma de mi garaje se haya roto y no pueda sacar el coche de ese cubículo durante casi una semana. Quería viajar esta mañana, este fin de semana. Salir a ver a mi hijo y a mis amigos, comer con ellos, cenar, tomar vinos, reírme de las idioteces que llevamos repitiendo desde hace casi cuarenta años. No podré porque un mecanismo metálico, motor o eléctrico, ha dejado de funcionar. Esta misma mañana he comenzado a leer, a punto estoy de terminarlo, me he dejado un capítulo para dentro de un rato adrede, el libro La Espera de Keum Suk Gendry-Kim. Te parte el alma en dos, si eres de esas personas que la tiene, claro. Te parte el alma y la vuelves a recolocar con la paciencia de las historias bien relatadas, de los dibujos bien hechos. Es un tebeo, sí, a fin de cuentas, un libro. Podría decir que habla de la guerra de Corea; ya sabes, la de las películas estadounidenses, que parece que todas las guerras son suyas y, por extensión, les pertenecen esos países. El libro habla de la gente, de las historias de la gente, la que tuvo que huir, porque no es lo mismo huir de tu casa que emigrar. Huir cuando te echan porque si permaneces en tu hogar, te matarán, te robarán, te violarán -si eres mujer-, te venderán, te prostituirán. El orden supongo que da lo mismo cuando te convierten en un animal prescindible. Me ha dolido el libro, no tanto como no poder sacar el coche del garaje. Al ponerlo en una balanza, me carcajeo de mí mismo; me permite tomar perspectiva de las cosas. Hay muchas frases significativas, por suerte, el lector de subrayado compulsivo no ha accedido a este ejemplar todavía para remarcar las frases. De hecho, soy la segunda persona que lo lee. La suerte que tenemos de no rebuscar bestseller de los que salen en las redes sociales. Esos no los podrías conseguir prestados en la biblioteca ni en un mes. Para algunos libros hay listas de espera de meses, cuando hay miles, literalmente miles, de ejemplares, a la espera de que una

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mano se levante, obligue al brazo a estirarse, para disfrutar de otro ejemplar igual de bueno, o mejor, o peor, ¿quién sabe? Es lo que tienen las historias. Algunas son excepcionales, otras son una birria, otras simplemente entretienen, incluso mal contadas. Historias, a fin de cuentas. Tengo las manos heladas, han bajado las temperaturas como si fuera noviembre, como si fuera otoño. La nieve es blanca, el agua moja. He cogido carrerilla. Coger carrerilla solo tiene una manera de frenar: con un tropezón. En mi caso son las interrupciones. Son muchos los autores que he leído y una conclusión que saco de sus biografías, o textos autobiográficos es que deben imponer una disciplina de egoísmo para sacar adelante sus textos y trabajos. De otra forma, los tropezones se convierten en caídas insalvables. Muchos he leído que dicen esconderse en apartamentos a varias manzanas de su hogar; despachos imperturbables. Habitaciones donde hay que cerrar bien la puerta, puertas metafóricas o físicas reales. Poner puertas, muros al ruido exterior. Afincarse en la madrugada cuando no hay sonidos, interrupciones, personas…que interfieran con sus trivialidades tan ajenas al arte. Puede parecer una idiotez, pero no te lo parecería si en vez de arte colocara la palabra trabajo. “No me molestes que estoy trabajando. No puedo atenderte, estoy trabajando. Estoy trabajando…” cualquier frase justificativa la puedes incluir en vez de los puntos suspensivos y tendrá sentido para la mayoría de las personas. Me he dejado decenas de historias a medio contar; poemas a medio escribir por los tropezones. Una llamada, un comentario, una obligación más obligatoria que dar salida a unas cuantas palabras. Apenas son palabras, ¿no deberían esperar, esperarme? Apenas son palabras e ideas, ¿no deberían sentarse en algún cómodo sofá en mi

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mente, esperar a que yo concluyese las cosas tan importantes que tengo que hacer en vez de sentarme delante de la libreta o del ordenador? No lo hacen. Mi cabeza no funciona así. El único sofá que conocemos es el que hay colocado delante del televisor para relajarnos y dormirnos frente a las historias de otros. Buenas, malas o regulares. Mi flacidez no entiende de arte. Esta es mi conclusión. Aunque no hay conclusiones definitivas. Esta mañana, desde la ventana, he visto ya a cuatro personas, mujeres todas ellas, con gorritos de invierno, alguno colorido al estilo navideño. Hace frío, lo sé, lo he dicho ya, porque el agua moja y la nieve es blanca, salvo que hayan asesinado a alguien un día de mucho frío y la hayan dejado abandonada en las afueras del pueblo nevado - argumento validísimo para una serie española-. Hasta el infinito podría llevar este tipo de alegorías y alusiones. No es mi intención. Me gusta que las personas recurran a los adornos, a los detalles coloridos por encima de sus cazadoras y abrigos marrones, negros o azules marino. Hay personas que expresan su historia personal, o sus propias historias diarias, a través de las prendas que utilizan para vestirse y salir a la calle. Otras personas nos conformamos con abrir el armario y coger algo limpio, incluso arruado -nota mental, posible artículo sobre la ropa arrugada-. Hay personas que montan la moda a su alrededor, confeccionan historias completas alrededor de colores, ropas y prendas para cada una de las estaciones. Mirar a estas personas en la calle y tratar de imaginar historias ajenas es divertido; incluso la persona más sombría puede esconder en sus tonos negros y grisáceos relatos deslumbrantes. Porque hay problemas graves, gravísimos, y otros llevaderos como que el coche se haya quedado este fin de semana encerrado en una cochera en un sótano de un barrio de una ciudad de provincias.

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No conduzco una ambulancia, no tengo que ir a urgencias, no debo escapar a cuatrocientos kilómetros de distancia a visitar a mi amor verdadero justo antes de que coja un vuelo a Estados Unidos porque le ha surgido una oportunidad de trabajo imposible de rechazar. Mi amor está ahí al lado, mirándome, consciente de que escribo sobre ella. Mis otros amores están algo más lejos, tan cerca que podría tocarlos con la mano, si el brazo me obliga con un leve tirón muscular. Tienen las mejillas rasposas por la barba adolescente, tienen la mirada limpia, me esconden secretos, historias que quisiera conocer al detalle, cuyo contenido espera en algún sofá de sus juveniles mentes. Quizás florezcan, quizás queden reposando hasta convertirse en imágenes difuminadas.

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Distintos colores Se ensucian más las uñas de los dedos en invierno que en verano. Se me ensucian más las uñas de los dedos en invierno que en verano. Creo que es porque en invierno me meto las manos en los bolsillos para combatir el fresco. Los bolsillos son recipientes de suciedad que se transporta a los dedos. Me molesta. Por suerte, si no llevo gafas, cada vez lo aprecio menos. El inconveniente es que sé que esas líneas azuladas, casi negras, están ahí. Me molesta. Corro, o camino aprisa, al cuarto de baño, me lavo las manos con jabón, no termina de desaparecer. Hay varios remedios. La ducha suele ser clave. Otra actividad, fregar los cacharros de la comida/cena. Tener las manos tanto tiempo en remojo convierten el azul oscuro en blanco. Apenas son colores, unos molestan, otros no. Son problemas gravísimos en un día a día complicadísimo donde mis dudas son si meterme en la ducha o fregar los platos y la cazuela donde hicimos arroz blanco. Se quedó una pequeña costra blanquecina, no dejé la cacerola en remojo y ahora cuesta un poco más desprender esa leve costra de carácter nebuloso. Si tardo más en fregar, la limpieza de mis uñas es óptima. Quizás debería cocer arroz todos los días y no poner la hoya en remojo; o quizás debería pintarme las uñas de negro; el negro da un toque elegante; el rojo, provocativo; el amarillo…Ni idea. Apenas son colores, esos mismos colores en un jersey o unos calcetines indican menos historias que si los colores son en las uñas, en el pelo, en una mujer, en un hombre o cualquier otro tipo de persona. Otro escalón en mi paseo: suena Fleet Wood Mac; suena una de sus canciones insignia, me impide escribir. Tengo que escuchar esa historia que solo entiendo porque alguien me la ha traducido; una historia que siempre he sentido a través del piano, la guitarra y la voz de Stevie Nicks. Se me pone la carne de gallina, ¿se te pone la carne

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de gallina a ti con alguna canción? Si no es así, lo siento, lo siento de veras por ti. Dice Stevie: “You could be my silver spring Blue-green colors flashin' I would be your only dream Your shinin' autumn ocean crashin'”. No me traduzco, pero sí quiero remarcar que silver es plateado, blue-green es azul verdoso; y autumn es otoño. La traducción literal es distinta, métete en Internet. Los colores tienen su importancia, incluso en las canciones de amor, en las canciones de desamor que perduran en el tiempo como las rencillas entre hermanos por una herencia. Hace años metí las manos en el suelo, entre guijarros, no buscaba nada, solo quería sacar piedras de aquel lugar que me pareció interesante y chulo. A veces las personas nos encariñamos con cosas tan duras como una piedra. Hay personas que las colorean, les ponen nombres, fechas, las transforman en un recuerdo que, no lo dudes, perdurará mucho más que tú, salvo que le pases una apisonadora, cosa que ningún conocido mío tiene a mano. Hay personas que, como yo, las colocamos en las esquinas de la casa, sujetando una puerta en verano para evitar los portazos de la corriente. Aquel día mis uñas no me preocupaban en absoluto, miraba un par de las piedras que tenía en la palma de la mano, les sacudía los restos de arena y me admiraba de que en una de ellas hubiera prendidos restos de moho. Las miré con la calma y el detenimiento de quien no tiene la menor idea del tipo de piedra que tiene entre las manos, ni su composición. Solo quería dejarlas limpias de restos de arena. Las limpié y me las metí en el bolsillo. Las piedras y las manos sujetándolas.