Felurian acababa de decir había parte de verdad. «Lo hago bastante bien», dije con frialdad. «Teniendo en cuenta los problemas que encuentro.» Felurian le dio la vuelta a mi mano y me examinó minuciosamente la palma y los dedos, «no eres un luchador», caviló, «y sin embargo tienes muchas mordeduras de hierro, eres un dulce pájaro que no sabe volar, sin arco, sin cuchillo, sin cadena.» Entonces me cogió un pie y me pasó los dedos por los callos y las cicatrices, recuerdos de mis años en las calles de Tarbean. «eres un caminante. me encuentras en el bosque por la noche, eres un profundo conocedor, y audaz, y joven, y tropiezas con problemas.» Me miró, atenta, «¿le gustaría a mi dulce poeta tener un shaed?» «¿Un qué?» Hizo una pausa, como si escogiera las palabras, «una sombra.» Sonreí. «Ya tengo una.» Y entonces la busqué, para asegurarme. Al fin y al cabo, estaba en Fata. Felurian arrugó el ceño y sacudió la cabeza: no la había entendido. «a otro le daría un escudo, y lo protegería de las agresiones, a otro le regalaría ámbar, o una funda con ribete de glamoría, o le tejería una corona para que los hombres lo miraran con amor.» Sacudió la cabeza con solemnidad, «pero a ti no. tú eres un caminante nocturno, un seguidor de la luna, debes estar a salvo del hierro, del frío, de la maldad, debes ser