cotidiana que se configura alrededor del punto al que se regresa siempre y desde cualquier horizonte; habría descubierto el domicilio, el que no está asociado en ningún caso a imágenes de convivencia familiar, a tradiciones y afectos. Ser-domiciliado, lo es el anacoreta —inmensamente domiciliado, diríamos—, el nómade, con su habitación a cuesta; el estudiante de región en su pieza arrendada; el vagabundo en el rincón que cobija sus dormires. Frente a tantas posibilidades, me he dicho innumerables veces que si hubiera sabido que era cuestión de entender el ritmo, entender que hoy estamos acelerados y mañana quizás estemos un poco lentos o muy lentos, cuestión de saber que en estos momentos, en los que todo gira un poco más despacio, en el que se quiere no hacer nada, y esa nada se quiere en soledad, cuestión de saber que en esos momentos la vida también esta allí, al cerrar los ojos y contemplar, la jornada hubiera sido otra cosa, no se si mejor o peor lo que si estoy seguro es que hubiera tenido un mejor regreso a mi mismo. Ahora cuando aún puedo continuar mi viaje, ya no por una calle sino por un sendero, como viajando por un hoyo blanco que irradia energía, en un estado de expansión me abandono a la intimidad, al sueño, al ensueño, trato de entrar en mí, intento ser-domiciliado como el sujeto cavernario de Platón, protegido de la dispersión del tránsito callejero. Intento simplemente estar disponible, salirme de la tragedia existencial de siempre repetir lo mismo sin siquiera estar presente en ello o estándolo sin reflexionar, liberarme de cautiverios, caminar y seguir miles de senderos, absorber paisajes, moradas, transformar cuentas borrosas en seres humanos, activar las historias guardadas en mis rastros. Quizás he entendido que he llegado a este punto porque no lo pensé ni busque ni me lo propuse y ahora quizás cuando menos lo espere estaré aquí, allí, estará aquí, allí. Es mi esperanza, aunque me sigue resultando difícil. ¡Ahora lo invito a usted, a su organización a escribir su bitácora de viaje!